miércoles, 21 de septiembre de 2011

Lealtad.

Qué importante es la lealtad. Sobre todo hacia uno mismo, porque es la base desde la cual se ha de partir si queremos entregar algo de nosotros. Algo medianamente benefecioso y minimamente útil. Qué importante es sernos fieles a nosotros mismos.
Cada uno de nosotros es un mundo y a la vez todos somos lo mismo. Lo más curioso es que dentro de nuestro pequeño Universo particular e individualizadamente colectivo -por mucho que pese- imperan una serie de valores, que no tienen porque ser, ni son, los mismos que posea otra persona.

Este verano ha cambiado mi perspectiva del mundo, he cambiado yo y por consiguiente me ha cambiado la vida. No soy quien era hace un mes, y mucho menos quien fui hace dos. A la vez, nunca he dejado de ser la misma y, sin embargo, no soy la misma que mañana, ni que dentro de un rato. Resulta complejo, pero es enormemente sencillo.

Hoy me he acordado de algo que por dentro ya sabía. La lealtad es un valor indispensable. Cuando se te presenta una batalla inesperadamente, o quizás esperada y planificadamente, debes luchar, porque nos lo debemos a nosotros mismos y porque se lo debemos a aquellos que quieren ganar con nosotros esa guerra. A veces, la lealtad hacia una persona hace que nos apropiemos de una lucha que no es nuestra, pero en la que prima la importancia de nuestro escudo y nuestra espada, y por consiguiente debemos luchar codo con codo.

Yo ya sobreviví. Ya peleé por la vida que era mía, ya protegí al ejercito que me acompañaba -valga el símil-. Fui guerrera y lo sigo siendo, y mientras esta vida sea la que viva, mientras mis ojos estén abiertos y mis sentidos marchen bien, a aquellos que me necesitan no les pasará nada malo. No es algo que esté dispuesta a permitir.
Lo más gratificante de todo esto, lo más satisfactorio, es que me siento implacablemente inmune a todo mal. Yo soy fuerte. Yo puedo. Nada importa, nada hiere y nada tiene valor, más que mantener la lealtad que me une a los mios. La lealtad hacia mi misma, hacia esa ética que me cubre la piel.

Una vez escribí que perdón y gracias deberían ser palabras de uso obligatorio para todo el mundo. Lo mantengo. Es más, lo práctico y lo voy a potenciar.

Gracias Miguel Ángel. Por cuidar de mi familia desinteresadamente. Por cuidar de mi. De mi cuerpo y de mi alma. Por preocuparte por el bienestar de aquellos que me importan. Por enseñarme a ser mejor persona. Por abrirme un camino, darme fuerza, apoyo y ánimo. Por recordarme mi valor y por anteponer las cosas verdaderamente importantes a las banales y materiales. Por darme vida y por darme paz. Por darme las armas para enfrentarme al mundo. Por ser un libro abierto que no deja de enseñar, por tener tanta vida en tan pocos años. Por respetarme y aceptar lo que la vida te da en cada momento. Por convertir tu vida en una herramienta para cuidar y sanar a las personas. Por esos valores tuyos, dentro de los cuales está tu propia lealtad, con la que ya, a estas alturas, a veces se funde la mía.